Amor a primera vista.
Por Ahmed Mgara
Recuerdo que fue suficiente ver sus
encantos por primera vez para caer en la red de sus enamoramientos. Su ternura
grácil y su sensualidad me hicieron olvidar una cita a la que no debía faltar
y, aún así, me perdí en sus encantos llenando mis pupilas de su embrujo y
beldades. Y me ausenté de la cita.
Siempre la sentí distante por no
saber, ella, del amor que yo le profesaba. Yo era muy joven y ella ya había
tenido y tejido aventuras y engaños en su pasado, pero sentía la obligación
personal de amarla y desvivirme por ese amor imposible…me bastaba soñar con
ella y con su afecto, que yo no poseía.
De mis males de amor vertí las
primeras estrofas y mis versos prematuros e inmaduros. Quise ser poeta para
deletrear en el azul del cielo los versos que nunca se escribieron y procuré
escribir libros de cantos y de encantos deleitándome en sus quebrados sueños y
en las preciosas piedras que cubrían el pecho de la más bella y preciosa de las
joyas.
Busqué la más roja de las flores para
regalársela en la aurora de mis sueños, pero no hallé flor tan bella como la
que ella llevaba en su mejilla cada atardecer. Ella era biznaga y perenne flor de azahar sobre un naranjo colgado de un angelical altar.
Era dama apuesta y de elegante caminar, cabeza alta y mirada
penetrantemente desafiadora: orgullosa con demasía y parsimoniosa en sus
andares, llevaba sobre sus hombros las vivencias de tiempos mejores…se le fue
yendo la belleza, pero se le quedaron los sinos.
Ella fue mi musa y mi inspiración en
mis años cruciales y me daba igual que la gente supiera de mi inútil amor.
Sobre la cal de las paredes escribía
con trozos de carbón que la adoraba, tenía una foto suya bajo la almohada y me despertaba
a media luz cada alborada para mirarla desde mi ventana peinarse en el Feddán
con su peine de plata.
Siempre quise despojarla de su enagua
blanca y verter sobre sus senos mis alegrías y las desgracias con que la vida
me fuera obsequiando. Susurrar en sus oídos mis secretos e, incluso, declararla
que la quería y que su ignorancia y petulancia hacia mis sentires eran mi
desgracia.
Pasaron los años mientras fui
creciendo y cerciorándome de que ella nunca llegaría a quererme. Muchas heridas
tenía, según contaba la gente vieja del lugar, clavadas en el espejo roto de su
alma. Desvirgaron su inocencia de marfil y en fuego dañino tornaron su alma
blanca. Muchos la abrazaron con mantos de llamas, quemando la retina de su
andalusí mirada encandelada. Tanto dio para, al final, quedarse sola y en el
ostracismo abandonada.
Se llevaron de sus entrañas la ricura
y finura de una gallarda moza andalusí venida, seguramente, del reino de Granada…
y la dejaron en la nada. Ni Alpujarras ni Dersa, sólo soledad y ante Dios
postrada pidiendo penitencia y justicia Divina.
Crecí y soñé con recordar aquel amor
imposible que me enseñó mi callada
amada. Fue entonces cuando supe que ella, dejándose querer, me enseñó a amar.
Así es Tetuán, la novia de Yebala y la princesa mediterránea que cultiva la
blancura para alimentar con ella el resplandor de la luna plateada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario